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El reto de ser educadores hoy

Enero 13, 2020  |  Por Catalina Mitau Caride

¡Cuánto ha cambiado en los últimos 30 años! Quién podía en 1990 escribir un ensayo sin lápiz, papel y una pila de libros para poder buscar y citar argumentos. El mundo ha cambiado y no está en nuestras manos decidir, por ejemplo, si es importante aprender a navegar en internet, podemos decidir no ser parte del fenómeno, pero eventualmente, de una u otra forma la corriente nos arrastrará si no logramos adaptarnos. Lo mismo sucederá con la educación. Parece que todo ha cambiado en el último siglo, y a una velocidad exponencial, pero lastimosamente el mundo se ha transformado y el modo en el que damos una clase sigue igual. Los niños que recibimos en los colegios no son los mismos que fuimos alguna vez nosotros, la pregunta es si como profesores o padres estamos dispuestos a adaptar nuestro enfoque para este nuevo ser humano. Los resultados hablarán por sí solos.

Hoy, incluso antes de buscarlo, nuestros alumnos están expuestos a una variedad y cantidad de estimulaciones que requieren de la guía constante de un adulto. Esta figura será el padre en casa, pero en la jornada escolar la responsabilidad es del profesor. En ese contexto no podemos esperar de nuestros alumnos las mismas respuestas que dábamos en nuestra época estudiantil hace 20, 30 o 100 años. El ser humano con el que nos vinculamos es distinto y por tanto nuestra estrategia en el aula debe ser innovada. Para aquellos a quienes les apasiona la educación, la clase funciona cuando los estudiantes se involucran en el tema. ¿Quién necesita un grupo silencioso, alineado y aparentemente atento, si es que no se consigue despertar verdaderamente el interés del grupo? Yo no quiero una clase de memoria cuyo motor sea el miedo: el miedo al profesor, el miedo a una nota baja, el miedo al supletorio. Yo quiero una clase despierta, curiosa, que busque respuestas, que me rete a estar mejor preparada. Entonces, ¿por qué hablar de disciplina? No es necesario planear reglas y códigos si es que se procura conectar con los estudiantes y conseguir su atención, sin amenazas, solo porque han encontrado el gusto de aprender.

Empecemos por entender que cuando un niño ha cometido una falta disciplinaria algo probablemente ha ido mal con la dinámica que maneja el profesor. Un niño motivado no quiere portarse mal, un niño querido y acogido no necesita portarse mal, lo haría por llamar la atención. Los niños lo perciben todo, perciben el interés del maestro por el tema, las ganas que tenemos de estar con ellos o si la entrega es sincera. A veces puede parecer que han comprendido la clase, pero si no involucran sus emociones, su capacidad de retención va a ser mínima. No servirá de nada una clase de historia en donde a costa de recordar las fechas de principio y fin de las Guerras Púnicas para el examen, se pierda la capacidad crítica de entender el impacto del Imperio Romano para la civilización occidental.

El problema también reside en la falta de participación de nuestros jóvenes en la toma de decisiones de su vida estudiantil. Los chicos sienten que su vida colegial se les ha impuesto, es un lugar en donde no tienen un papel significativo. Por eso probablemente cuando al final de esos doce años, por fin se les pregunta sobre sus intereses y son capaces de elegir una carrera, el entusiasmo, la emoción y el compromiso cambian drásticamente. Ha sido su elección, en un caso ideal es una decisión acompañada donde han podido informarse, pero han sido parte del proceso y por eso entienden que deben involucrarse y dar su 100%.

¿Por qué tenemos que esperar 18 años en la vida de un ser humano para permitirle tomar decisiones y resolver su diario vivir? Es lógico que la madurez es distinta y por tanto el acompañamiento variará, pero como sociedad tenemos que procurar que desde pequeños los niños tengan un sentido de pertenencia y de utilidad, es preciso que tengan voz y voto en su proceso educativo.
 

El libro “Disciplina positiva – en el salón de clase”, de Jane Nelsen, Lynn Lott y Stephen Glenn, habla sobre la importancia de permitir que, en materia de disciplina, los mismos alumnos discutan la consecuencia de alguna falta al código de convivencia, porque al imponerla, por muy lógica que parezca, termina siendo como un castigo disfrazado. Las autoras explican que al mostrar que confiamos en nuestros estudiantes, ellos son capaces de decidir y logran comprender que cualquier error, en un ambiente seguro, los llevará a crecer, asumen su responsabilidad ante lo que les sucede y la apreciación cambia de “mi maestro me reprobó”, a “reprobé porque no trabajé.” Poco a poco se irán entrenando para controlar su respuesta a lo que sucede, entendiendo que somos seres sociales y todo lo que yo hago tiene un impacto en los demás.

 

Pienso que cuando un estudiante no puede seguir la norma acordada, es importante que los educadores no busquemos modos de imponerla a la fuerza, con castigos o premios. Los profesores nos tenemos que preguntar sobre el porqué de ese comportamiento. Así, poco a poco, lograremos incentivar a nuestros estudiantes para que también cuestionen el sistema en el futuro y lo mejoren de ser necesario.

 

En el famoso best-seller “Originales”, del psicólogo Adam Grant, se resume de manera muy clara qué pasa con estos niños que incorrectamente hemos etiquetado como “troublemakers”: “Los profesores tienden a discriminar mucho a los estudiantes creativos, etiquetándolos como problemáticos. En respuesta a eso muchos niños aprenden a seguir instrucciones, escondiendo esas ideas originales para ellos mismos. En el lenguaje del autor William Deresiewicz, ellos se convierten en las mejores obejas del mundo". Y así poco a poco por miedo a cuestionar la efectividad de alguna norma impuesta, vamos sin querer matando la originalidad. Antoni Gaudí habló del tema y dijo: “la originalidad consiste en volver al origen”. Volvamos al origen, volvamos a la esencia del ser humano, un ser humano que nace con capacidades enormes de aprendizaje que simplemente necesitan ser guiadas o acompañadas, y en algunos casos incluso necesitan ser motivadas, pero nunca limitadas.
 


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